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José Miramontes Zapata, un maestro ingobernable, ahí radicaba su grandeza

La muerte de José Miramontes Zapata, fundador de la Orquesta Sinfónica de San Luis Potosí, revela el dilema de toda política cultural viva: cómo sostener una institución que desborda las lógicas del poder sin renunciar a su impulso creador.

En la opinión de Arturo Fuentes: Compositor, director de escena y artista multidisciplinario, radica entre México y Austria. Doctorado en composición y Maestría en filosofía por la Universidad de París, escribe textos filosóficos sobre música y teoría cultural.

En los últimos días, han comenzado a multiplicarse las voces —en redes sociales, en columnas de opinión, en los pasillos del poder cultural— que se concentran con furia sobre los conflictos internos de la Orquesta Sinfónica de San Luis Potosí. La muerte del maestro José Miramontes Zapata, su fundador y director durante un cuarto de siglo, ha desatado una oleada de disputas, intrigas y especulaciones sobre el futuro de la institución. ¿Quién ocupará su lugar? ¿Qué intereses se impondrán? ¿Cuál será el destino de esa maquinaria compleja que, desde hace años, da señales de vida y también de descomposición?

Pero en medio de ese ruido —que ya amenaza con ensordecerlo todo— se ha dicho muy poco sobre lo verdaderamente esencial: el impacto profundo que tuvo este proyecto en la vida cultural de San Luis Potosí. Porque más allá de los desacuerdos administrativos, de las tensiones gremiales y de las luchas por el control institucional, la Orquesta Sinfónica representa uno de los esfuerzos más ambiciosos por dotar a esta ciudad —y, por extensión, a su ciudadanía— de una plataforma estable para el arte, la música y el pensamiento.

La orquesta nació como un acto de fe en la cultura. Y como toda obra verdaderamente personal, llevó impresa desde el inicio la marca de su autor: el maestro Miramontes no era un hombre de consensos, sino de decisiones. Visionario, pero autoritario. Apasionado, pero terco. Creó una institución a su imagen y semejanza, como un Golem sonoro que debía obedecer solo a la música y al impulso creativo que lo animaba. No fue un gestor dócil ni un líder pragmático. Fue, en todo el sentido de la palabra, un maestro ingobernable.

Y sin embargo, ahí radica también su grandeza. Porque en una sociedad donde las instituciones culturales suelen marchitarse bajo el peso administrativo o el oportunismo, Miramontes apostó por algo distinto: por la posibilidad de que la música transformara vidas, por la persistencia del arte como necesidad pública, por la convicción de que una ciudad sin cultura es una ciudad sin alma.

Para comprender el legado del maestro Miramontes, es necesario también revisar la naturaleza misma de la cultura que intentó sembrar. La crítica cultural Jazmín Beirak ha escrito que “la cultura no es un concepto estable ni un territorio acotado y blindado: es un universo mutable, sin límites, y en permanente expansión”. Y quizás no haya mejor definición para la obra —y para la vida— de quien fundó la Orquesta Sinfónica de San Luis Potosí.

Durante 25 años, Miramontes se enfrentó no solo al desafío técnico de formar una orquesta profesional en una ciudad sin una tradición sólida en música sinfónica, sino también al dilema más profundo: cómo mantener vivo un proyecto que, por definición, debía escapar a las fórmulas, a los moldes, a la obediencia institucional. Porque una orquesta no es una fábrica de sonidos, ni un ornamento para el protocolo, ni un lujo cultural: es, o debería ser, un laboratorio de sensibilidad pública.

Beirak insiste en que solo una política cultural que acepte la contradicción, el inacabamiento y la imprevisibilidad de la cultura —ese “exceso”, como lo llama ella— podrá ampliar su lugar en la vida cotidiana de una sociedad. Y si algo tuvo siempre la orquesta de Miramontes fue precisamente ese exceso: de ambición, de personalidad, de conflicto, de talento. Un exceso que incomoda a los administradores, irrita a los burócratas y desborda cualquier intento de disciplinamiento.

Hoy, a la sombra de su partida, muchas voces exigen orden, claridad, dirección. Es comprensible. Pero no deberíamos olvidar que el desorden, cuando proviene de la potencia creadora, puede ser más fecundo que la obediencia estéril. Lo que se necesita no es una orquesta domesticada, sino una institución capaz de seguir creciendo, incluso en medio de sus propias contradicciones.

La personalidad de José Miramontes era ingobernable en el mismo sentido en que lo es la cultura, según la visión de Beirak: contradictoria e inacabada, en permanente expansión. Su figura, tan discutida como necesaria, no cabe en los esquemas simples de los balances institucionales. Fue un creador, no un gerente. Y su legado más importante no está solo en las partituras que dirigió, sino en haber demostrado que la cultura, cuando se toma en serio, no se deja gobernar: se vive, se empuja y, sobre todo, se pelea.

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