En algunas escuelas, fundamentalmente urbanas, los maestros viven con miedo: miedo de aplicar la norma, miedo de hacer valer su autoridad, miedo de sus alumnos y de los padres solapadores de esos alumnos. Estos últimos son una suerte de cómplices que, cegados por la cerrazón, desoyen las razones de la autoridad escolar ante las faltas de sus hijos.
Y la cereza del pastel la pone la autoridad educativa, que, desde la comodidad de sus oficinas, carece de empatía y, por lo tanto, de apoyo a sus maestros y directores para intervenir de manera eficiente en la solución de la problemática de la disciplina.
Todo este entramado de ineptitud es cómplice y solapador de la conducta criminal o, en el menor de los casos, de futuros adultos inadaptados.